martes, 20 de marzo de 2012

"La muerte del loro"


Había invitado a un amigo a pasar el fin de semana en su chalé, y éste se había resistido porque poseía un perro de enorme tamaño que no se atrevía a dejar al cuidado de nadie. Insistió el propietario de la casa en su invitación, argumentando que así el perro podría corretear a gusto por los jardines del chalé, y el amigo aceptó por fin el ofrecimiento.

El sábado por la tarde se encontraban los dos amigos charlando tranquilamente en el porche cuando, de repente, apareció el perro con un pájaro entre sus colmillos. El dueño de la casa de campo palideció: se trataba del loro de la vecina. El amigo arrancó al pájaro de las fauces del perro y le pidió toda clase de disculpas a su anfitrión. Allí permanecieron estupefactos los dos, mirando el cuerpo inerte del loro, sucio y lleno de tierra.

El dueño del chalé, tras cavilar un buen rato sobre tan engorrosa situación, le explicó al amigo que su vecina, la dueña del loro, se había marchado de viaje, y que con toda probabilidad no iba a volver hasta el día siguiente.

Lo mejor que podían hacer, le propuso, era limpiar el cuerpo del loro de los restos de tierra, saltar la valla de la casa de la vecina y volver a introducirlo en su jaula. En realidad, el ave no mostraba marcas de dentelladas, y debía de haber muerto asfixiado entre las fauces del perro. La mujer al regresar pensaría que se trataba de una muerte natural.

Así lo hicieron. Limpiaron cuidadosamente el plumaje, lo secaron y aguardaron a que se hiciera de noche para evitar que alguien pudiera verlos. No les resultó difícil saltar la tapia con ayuda de una escalera de mano y una vez dentro, los dos amigos se acercaron hasta el porche de la casa vecina, abrieron la jaula vacía, y metieron dentro el cuerpo inerte del loro. Volvieron sin tropezarse con nadie y por fin de regreso en su casa, el anfitrión dejó escapar un suspiro de alivio.

A la mañana siguiente, domingo, fueron despertados por los ladridos del perro y los gritos histéricos de la vecina. Se vistieron apresuradamente y corrieron a visitarla. Ella les abrió la puerta con una expresión descompuesta en el rostro y chillando de manera obsesiva:

—¡El loro, el loro! —exclamaba mientras señalaba nerviosamente la jaula.
—Bueno —comentó el amigo del dueño del perro—, los animales también se mueren. Nada es eterno.
—Ya sé que se mueren —repuso la mujer—. Precisamente, antes de marcharme de viaje, se murió el loro, y yo misma lo enterré en el jardín. ¿Cómo es posible que haya aparecido ahora dentro de la jaula?.

LUIS DEL VAL, Cuentos del mediodía

Foto: mascotas.org

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